Cómo Night in the Woods me ayudó a sentirme menos solo


Lo recuerdo perfectamente. Tenía 17 años y como cualquier chico de esa edad criado en una ciudad alejada de las grandes urbes mis aspiraciones estaban lejos de donde nací. Quería escribir, luchar por dar voz a los que no la tenían, ir en busca de respuestas para las preguntas que nadie sentía interés en formular. La opción de estudiar periodismo en Madrid era entonces un ideal romántico, una vida que me situaba en la capital y todo lo que la rodeaba. Tiempo después descubrí como tantos otros hicieron antes que ese sueño se desvanece una vez pisas sus calles. Mi primer año fue terrible, casi traumático. Nunca antes había vivido fuera de casa y en un abrir y cerrar de ojos me encontraba en un lugar extraño conviviendo con tres desconocidos. Evitar las salas comunes empezó a ser lo habitual y aunque ahora me avergüence reconocerlo, incluso abrir la puerta de la habitación me resultaba amenazador ante la idea de encontrarme con alguno de ellos.

En la universidad tampoco me fue mucho mejor. Antes de que saltaran los escándalos sobre corrupción, los alumnos ya estábamos experimentando en nuestras carnes que en la Rey Juan Carlos nada era como se prometía. Al descontento por la formación se sumaba mi personalidad introvertida que no ayudó a que entablase demasiadas amistades. Más bien fueron ellas las que me escogieron a mí y el resultado fue nefasto. En clase intentaba pasar lo más inadvertido posible, temiendo el momento de formar grupos de trabajo con personas con las que nunca estuve en sintonía.

Aquel no era mi lugar. A 600 kilómetros de mi familia, todas las semanas sacaba un billete de autobús para volver con ellos sin importar los trayectos de 8 horas o las salidas a media noche desde la estación. Necesitaba regresar a mi zona de confort, a la ciudad en la que pervivían recuerdos de una adolescencia aún reciente. Aquello duró lo que recuerdo como una eternidad, aunque al menos aprendí lecciones de un valor incalculable. Fui un superviviente y me ayudó a explorar partes de mí que creía desconocidas. Supe que mi tolerancia al dolor emocional era mucho más alta de la que imaginaba. Si me aferraba a cada momento de felicidad podía recurrir a ellos cuando me fuesen necesarios.


Y todo cambió. Para el curso siguiente mi situación con el resto de inquilinos fue mejor -lo suficiente para al menos sentirme cómodo-, en la carrera conocí a mis mejores amigas con las que sigo manteniendo el contacto y sentí que al fin estaba preparado para empezar a disfrutar. Sin embargo, creo que algo germinó en aquel año que anidaría para siempre en mí. Aunque por fuera nadie se percatase, me notaba diferente. En ese tiempo me había vuelto una persona más insegura, desconfiada y sin ese brillo que se percibe en la juventud. ¿Qué había cambiado? ¿Se había roto algo en mi interior? Supongo que simplemente me había hecho adulto.

Aún sigo lidiando con esa pérdida de la inocencia al igual que Mae, la gata protagonista de Night in the Woods. Descubrí este juego hace poco, en una situación en la que emocionalmente la vida me había pisoteado. Si me acerqué al título fue por un par de razones no correlativas entre sí, pero igual de fascinantes. Es sorprendente cómo refleja con gran precisión el sentir de toda una generación de jóvenes y, lo más importante (o no), sus personajes son animales muy monos.

Mae es una universitaria que vuelve a su ciudad natal tras su primer año de estudios por causas que desconocemos en un inicio. El regreso supone reencontrarse con todo aquello que dejó atrás, solo que nada es como recordaba. Adaptarse le resulta complicado, pues ya no es adolescente por mucho que duerma en su antigua habitación decorada con pósters de grupos de rock o frecuente las mismas tiendas de entonces. Sobre ella pesa una atmósfera de decepción y fracaso, la misma que muchos experimentamos cuando terminamos la carrera sin oportunidades laborales. Como millenials nos educaron para hacernos creer que esforzándonos conseguiríamos lograr nuestros sueños, pero la realidad nos enfrenta a un escenario en el que nuestra única amiga es la ansiedad.

Ese choque entre dos mundos, el de la adolescencia y la vida adulta, se acentúa conforme van pasando los días en el pueblo. Mae es cuestionada por todos los vecinos que saben que tras un año estudiando fuera se ha rendido retomando el hogar familiar. Sus amigos tampoco conservan las despreocupadas vidas que tenían cuando se marchó. Los que han seguido en el barrio trabajan en empleos que nunca hubiesen imaginado. Todos anhelaban salir de allí, pero las vicisitudes del día a día les empuja a aceptar un puesto en el videoclub más cercano o en la aburrida tienda de alimentación que nadie frecuenta.

En ellos sobrevuela la tristeza de haber luchado contra un sistema que les condena a aceptar una vida mediocre, con las esperanzas rotas y una sensación de hartazgo que sorprende a la propia Mae. Incluso la vía de escape que en el pasado había sido formar una banda de música dejó de cobrar sentido. Atrás quedó esa época de ideales y quimeras imposibles, limitándose a ensayar en un destartalado local sin vistas a dar ningún concierto. Han tirado la toalla como muchos hemos querido hacer en más de una ocasión.

Algo me empuja a seguir jugando a Night in the Woods. Quizás sea cada ingeniosa línea de diálogo con la que me identifico punto por punto o todo lo que me ha ocurrido este último año, más semejante a lo que se ve en la obra de lo que me gustaría admitir. Yo también he tenido que enfrentarme a regresar a mi ciudad natal tras las aventuras por Madrid. Yo también me he sentido un fracasado al ver que en mi entorno todos avanzan encontrando trabajo o algo que les hace ver el futuro con una mirada más optimista. Yo también he afrontado el momento de reencontrarme con viejas amistades y no saber cómo ocupar esos silencios incómodos que hace unos años hubiesen sido impensables. Y no sé cómo combatir nada de eso, pero al menos descubrir que en la ficción hay espacio para este tipo de dramas personales me ha ayudado a lidiar con ello.

Hay días en los que no puedo dormir pensando en esas incertidumbres sobre mi futuro, al igual que mañanas en las que levantarse me supone un mundo. Quisiera salir de eso, pero hasta que lo logre agradezco que juegos valientes como Night in the Woods reflejen esta realidad. Sé que no estoy solo, que muchos otros jóvenes están pasando por lo mismo y posiblemente se trate de una circunstancia pasajera. No esperaba que una obra protagonizada por gatos, zorros y osos me enseñase tanto sobre mí mismo. Verme reflejado en un juego sin ambages ni complejos ha sido revelador.

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