La satisfacción de vivir una experiencia compartida

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No soy un buen jugador. Es decir, no soy de los que se obsesionan en lograr la máxima puntuación invirtiendo un encomiable número de horas para ello. Suelo buscar el divertimento rápido, una recompensa asumible que no me desafíe en exceso. Por fortuna, cada vez son más las obras que se preocupan en presentar una curva de aprendizaje atractiva que no requiere de gran parte de tu tiempo aprendiendo lecciones frente a la pantalla. De hecho, hace unos días pude probar el apartado multijugador del futuro Gears 5 y comprendí cuánto echo de menos esa inmediatez en la mayoría de títulos actuales. Es tan sencillo como moverte por el escenario, apretar un botón para ir a la cobertura más cercana y disparar. En la práctica es cierto que esto se complica cuando otra persona te sacude con su lancer sin despeinarse. Es por eso que nada me reconforta tanto como el modo Horda. La competición te exige medirte con adversarios que en muchas ocasiones te superan en habilidad, pero luchar por un objetivo común con unos cuantos desconocidos es distinto. Superar cada ronda requiere de compenetración y estrategia con tus aliados.

Si comenzaba sincerándome sobre mi nula destreza al mando es porque eso conlleva a que mis grandes hazañas en los mundos virtuales las recuerde siempre con alguien a mi lado. Aconsejándome, dando ánimos cuando las fuerzas flaqueaban o incluso tomando el relevo si necesitaba un respiro. Era una experiencia compartida que a veces no resultaba evidente. En los títulos que prescindían de modalidades cooperativas, nos poníamos de acuerdo para seguir avanzando. El objetivo lo delimitábamos nosotros y las reglas también.

Cuando Naughty Dog estrenó Jak II: El Renegado pensaba que no existía nada igual ni por asomo. En el instante en el que llegas a Ciudad Refugio al comienzo del juego, ves a sus habitantes, naves voladoras que pilotar y una inconmensurable sensación de vida, ya no hay vuelta atrás. Era el año 2003 cuando salió y los bancos se sumaban a la fiebre del videojuego sustituyendo promociones en las que regalaban vajilla o cubertería de plata por otras donde la protagonista era PlayStation 2. Así fue como la consola apareció en casa de mi abuela, lugar que visitábamos mis primos y yo para pasar las tardes acompañando a Jak y Daxter. No se trataba solo de jugar, sino de reunirnos alrededor de esa televisión de tubo, esperando nuestro turno mientras comentábamos la partida.

Las funcionalidades en línea han matado estas costumbres y por el camino se han instaurado otras preocupantes. Sería absurdo criminalizar aquello que nos ha permitido jugar de formas antes impensables, pero tampoco podemos ignorar las cifras. Según un reciente estudio llevado a cabo por la ‘Liga Antidifamación’, el 74% de las personas que juegan en red han experimentado algún tipo de acoso, de las cuales un 65% asegura sufrir amenazas graves en forma de coacción o intimidación. No hay duda de que ha virado la forma de pensar en torno al videojuego como acontecimiento social. En muchos casos se ha convertido en un entorno competitivo, feroz y tremendamente violento con el que puedes llegar a sentirte incómodo.

No siempre fue así. ¿Recuerdas la última vez que jugaste a pantalla partida? Si tu respuesta es afirmativa es porque aún existe un reducto de creadores que mantiene esta característica que tanto amamos. Es más, no se limitan a reproducir el guion marcado generaciones de consolas atrás, sino que aúnan el diseño de juego tradicional con la tecnología del momento. Es delirante lo que me he podido reír con A Way Out en compañía. La clave está en la forma en la que se presenta la acción. Necesitas de la coordinación que hemos visto en juegos como Payday 2 donde la comunicación en línea es fundamental, pero a la vez vemos lo que está haciendo nuestro amigo. Lleva el concepto del juego local a las múltiples posibilidades del online sintiendo que esa persona con la que estás compartiendo la partida a cientos de kilómetros está a tu lado.

El componente social del videojuego no deja de crecer con nuevas fórmulas aún por explorar y derribando cualquier muro comunicativo. El ejemplo más claro lo tenemos estos días con Wolfenstein: Youngblood, la gran apuesta de Bethesda y cuyo planteamiento fue concebido con la idea de ser compartido. No es el único caso. Detrás del impactante titular sobre el chico de 16 años que ha ganado una fortuna jugando a Fortnite, el trasfondo revela el fenómeno de masas en el que se ha convertido un juego donde la organización entre los miembros del equipo es crucial para la victoria. Se fraguan estrategias, es necesario saber reaccionar a los imprevistos y socorrer a los compañeros si lo necesitan. En mis pocas partidas el resultado ha sido desastroso, pero al igual que en los días en los que jugaba sin descanso a Timesplitters 2 cuando un amigo venía a casa, lo que priman son las emociones compartidas durante el proceso. Luchamos por un mismo fin con todo lo que eso conlleva. Aún resuenan en mi mente las risas nerviosas o los chascarrillos entre nosotros antes de ser eliminados por un escuadrón enemigo.

Convivimos a diario con estas dos realidades. El videojuego como medio es más abierto que nunca y eso ha supuesto un caldo de cultivo para un sinfín de experiencias. Algunas resultan incómodas por el ambiente excluyente que se respira, mientras que en otras la puerta de entrada la estableces tú mediante las relaciones personales. Soy malo jugando a casi todo, pero os aseguro que las derrotas son menos dolorosas si vas acompañado.

 

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