Necesitamos más juegos que reflejen el espanto de la guerra

Preparando el especial de Doom me he dado cuenta de lo mucho que me pone reventar monstruos. Y es extraño, ya que me considero una persona sosegada que no busca confrontaciones en su vida diaria. Sin embargo, apretar el gatillo del mando para ver cómo se traslada esa acción a la pantalla me proporciona algún tipo de satisfacción que es difícil de describir. El pulso acelerado, la adrenalina, el movimiento constante, las explosiones… Es un espectáculo visual que muchos quisieron replicar posteriormente con éxito semejante. Recuerdo una época no tan lejana en la que cada shooter era laureado por mostrar más polígonos, sistema de partículas mejorado y escenarios con climatología dinámica, todo al servicio de la acción de llevar un arma en las manos. 

Aquello era divertido. Al menos hasta que comprendimos que se había convertido en un terreno árido que poco tenía ya que ofrecer a quien buscaba otros planteamientos. Call of Duty pasó de ambientarse en hechos históricos a explorar futuros alternativos con jetpacks o viajes espaciales. Battlefield Hardline incluso basaba su premisa en las refriegas entre policías y criminales. Parecía que esa era la única forma de contar lo que suponía la guerra.

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¿Pero por qué la balanza en torno a la violencia siempre se decanta favorablemente hacia un lado? Quizás intervenga la erótica del poder, sentir que tenemos el control de cuanto ocurre. No es entretenido el sufrimiento, la hambruna ni la pérdida de seres queridos, pero el videojuego aún tiene cuentas pendientes que resolver a este respecto. Eso es lo que pensaba mientras instalaba los juegos que la última semana ofreció Epic Games Store de forma gratuita: Moonlighter y This War of Mine. Este último es un gran exponente de cómo integrar mecánicas de juego en una atmósfera opresiva donde la ofensiva no es un recurso posible, tan solo la supervivencia. Es un título crudo, complejo en su gestión de los víveres, pero tremendamente sincero en cómo lo expone. 

En mi primera partida descubrí dos detalles que acuciaron aún más este sentimiento y es que los personajes que controlamos tienen rostro, poseen un nombre con el que estrechar vínculos, y por supuesto siempre está presente la ficha con sus datos. Ver que sufren contusiones o heridas que ralentizan sus movimientos, así como necesidades tan básicas como dormir en una cama cuando todo a su alrededor está en ruinas hace hincapié en la tragedia que supone cualquier guerra. 

Si en los últimos años están aflorando este tipo de experiencias alejadas de lo que se ha asociado al videojuego es debido en parte a las posibilidades que brinda la tecnología actual en un sentido meramente expresivo. Esto, unido a una nueva generación de creadores más conscientes que nunca de las preocupaciones que nos atañen, saben dar esa pátina emocional que tanto requieren títulos que tocan temáticas tan difíciles de representar. «Utilizamos elementos narrativos como la música o el estilo artístico lowpoly para conseguir que a lo largo de la aventura sientas empatía con las protagonistas» nos comentaba Javier Palomares del estudio Frost Monkey Games en relación a Massira, título español que nos mete en la piel de dos refugiadas sirias. Acompañar a abuela y nieta en una travesía marcada por la barbarie ayuda a conectar de una forma que ningún informativo en televisión podría lograrlo jamás.

Son propuestas que sacan provecho del medio interactivo para brindar experiencias que nos resultan lejanas por el contexto, aunque el fondo aluda a un sentimiento común que habita en todos nosotros. Se trata de historias humanas donde las preocupaciones, esperanzas y frustraciones las compartimos con sus protagonistas. En ellas siguen existiendo objetivos que incentivan a avanzar, una estructura narrativa convencional y muchos de los preceptos del videojuego más clásico. Por tanto, la barrera de entrada para abordarlos es cada vez menos compleja. Valiant Hearts utilizaba la guerra como un recurso para contar el testimonio de esa otra parte, poniendo el foco en las personas que se vieron inmersas en un conflicto en el que poco importa procedencia o bando. La Primera Guerra Mundial es el vehículo para relatar desde un prisma realista una realidad tan profunda que duele. El jugador controla a un soldado que no debe disparar a cuanto se cruza en su camino, sino que su lucha es interna. Para reencontrarse con su familia debe cuestionarse valores morales y afrontar hechos para los que nadie llega a estar nunca preparado.

Lo que conecta a cada uno de estos relatos es que en ellos el  campo de batalla no es un lugar de divertimento. Los habitantes de esos territorios afrontan el sufrimiento de haber sido despojados de su hogar, separados de sus seres queridos y se aferran a lo poco que les queda por la desgarradora violencia que ha sacudido sus vidas. Incluso en juegos de temática fantástica como Final Fantasy Type-0, la representación que se hace sigue esta senda sin renunciar a la línea estilística de la franquicia. Esto no significa que el juego se vuelva aburrido al no tener una escopeta en tu poder con la que repartir justicia. Por el contrario, la consecuencia es que cada decisión de la trama pesa sobre tus hombros. Cada pérdida es una derrota personal, un fracaso que te hace entrever que podrías vivir un final semejante en tus propias carnes.

Necesitamos más juegos que muestren el espanto de la guerra porque nos recuerdan aquello que nos hace humanos. Ponen en alza valores que no siempre tenemos presentes y sitúan al videojuego en una tesitura distinta a la que durante generaciones vimos con peligrosa normalidad. Ambos modelos deben convivir, que nadie me malinterprete, así como es probable que lenta pero inexorablemente sean más las voces que se pronuncien sobre estos conflictos a través del medio interactivo. Al fin y al cabo es una oportunidad para plantear nuevos discursos.

La sacudida que provocan estos títulos en quien los juega se debe a la empatía que generan y hacen que tras la partida sigamos pensando sobre lo que hemos experimentado. Y creedme cuando os digo que es una sensación tan placentera como la de reventar demonios con una recortada.

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